En cierto pueblo vivía un Bracmán llamado Haridata. Aunque trabajaba de
la noche a la mañana en sus campos, no podía conseguir jamás una buena
cosecha, y su pobreza era cada día mayor.
Un día, cuando cansado de trabajar se tendió a descansar a la sombra de un árbol, vio salir de un agujero una gran serpiente.
“Sin duda debe de ser la diosa de este campo -se dijo el Bracmán- y
como no le he dedicado ninguna ofrenda estará enfadada conmigo y por eso
no obtengo ninguna buena cosecha. Voy a remediar enseguida mi falta.”
El Bracmán corrió a su casa y regresó a los pocos minutos con un tazón
lleno de leche que dejó a la entrada del nido de la serpiente, diciendo
en voz alta:
– Oh, diosa de este campo, perdóname por no haber
conocido tu presencia hasta este momento! Por ello nunca te había
ofrecido ningún obsequio; pero te prometo que de hoy en adelante no te
faltará nada.
A la mañana siguiente, cuando volvió al nido de la
serpiente, encontró vacío el tazón y dentro de él una moneda de oro.
Desde entonces, cada tarde llevaba un tazón de leche a la serpiente, y
al otro día, invariablemente, encontraba una moneda de oro.
Ocurrió que un día el Bracmán tuvo que ir al pueblo a comprar unas
herramientas y ordenó a su hijo que llevara la leche a la serpiente. El
muchacho así lo hizo, y cuando al otro día regresó a buscar el tazón,
encontró una moneda de oro.
” Sin duda la serpiente esa debe de estar llena de oro -se dijo.- La mataré y me quedaré todos las monedas.”
Aquella tarde, cuando volvió a llevar la leche, iba armado de una
hachuela, con la que trató de cortar la cabeza a la serpiente. Esta se
libró de la muerte por verdadero milagro, ya que la hachuela cayó a
medio centímetro de ella, y para vengarse del ataque, mordió al
muchacho, matándolo en el acto.
El Bracmán y su familia dispusieron
una magnífica pira, donde quemaron el cadáver del joven. El padre lloró
mucho la pérdida de su único hijo, pero al cabo de unos días volvió a
llevar la leche a la serpiente, olvidando en su avaricia que ella era la
causante de la muerte del muchacho.
Pasó mucho rato antes de que la serpiente saliera a tomar la leche, y cuando lo hizo fue asomando solo la cabeza.
– Sé que lo único que te trae aquí es la avaricia dijo, pues ni tú
puedes olvidar que yo maté a tu hijo, ni yo olvidaré jamás que él
intentó cortarme la cabeza. Por lo tanto, entre nosotros ya no puede
haber ninguna amistad. No vuelvas más por aquí, pues será inútil.
Y
al decir esto, la serpiente se metió de nuevo en su madriguera, y el
Bracmán regresó a su casa, maldiciendo la estupidez de su hijo.
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